Empecé los escalones con bastante aplomo y entusiasmo. Apenas hube andado los primeros quinientos, ya eran mis piernas plomo y mi entusiasmo había cogido el ascensor. Lo circular y estrecho de la larga escalinata hizo que me sentara entre los escalones durante los quince minutos que tarde en recuperar una respiración normal. Esa respiración produjo que mi memoria relacional me recordara cuanto tiempo hacia que no respiraba. Llevaba muerto lo que tarde en empezar a subir escaleras y sentarme. Ni en la muerte mi mente se detuvo para saber si debía respirar, a fin de cuentas es lo que me había mantenido vivo y lo que realizaba automáticamente. Así que si, podía respirar, es más podía oler. Un olor a callejón de escaleras y trancos mojados. Continué andando y después de tres mil escalones más llegué a una puerta que parecía la de un cobertizo, ya que desde dentro daba la sensación de que por fuera debía estar al menos a ras de suelo. Al abrirla me encuentro un vigoroso cielo y un sol que abrigaba. Pero justo encima, colgado de una nube, había un letrero. “El cielo”. Mi decepción fue más grande que mi sorpresa. Me había equivocado de camino. Por suerte para mí la puerta por donde vine estaba abierta, así que volví a bajar y una vez en el inicio del camino, me deje caer por la caída libre.
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