El comienzo de la mañana fue nublado y oscuro. Como de costumbre no recordaba donde había aparcado el coche. Así que me puse a dar un paseo mientras intentaba dar con él. La niebla era muy densa y humedecía visiblemente mi chupa. Solo podía ver a escasos metros de mi cuerpo, era como si estuviera flotando en una nube. La primera cosa extraña que capté, y tardé en percatarme, fue que no había transeúntes como suele ser normal. Así que pensé que quizás no los veía o que quizás no estaban allí. Sin querer me tope con mi coche que me sorprendió con su parte trasera. Introduje mi llave en la puerta, la abrí y me dejé caer en el frio asiento. Cerré la puerta y tras una gran bocanada de aire el cristal quedo empañado. De pronto sentí un impacto y mi cuerpo automáticamente se activo en modo de alerta. Se me aceleró el corazón y las manos comenzaron a sudarme, me vino el miedo. Ese miedo que todos hemos sentido alguna vez y que es una respuesta del cuerpo para salvaguardarnos de algo malo que puede acontecernos. Me bajé del coche y mientras lo rodeaba ví el retrovisor derecho destrozado en el suelo. Lo arrojé a una papelera y pensé que aún tenía el otro, podía continuar con la marcha. Me volví a subir, arranqué el motor y encendí la radio. Tras un buen recorrido la niebla desapareció y se podía ver la mañana nacer. Mientras conducía no pude evitar mirar inconscientemente varias veces a la derecha y sorprenderme por no ver el retrovisor. De pronto me vino una reflexión sobre lo ocurrido. Me apeé de la carretera y saqué un cigarro de mi camisa mientras lo encendía con los primeros rayos del sol que me daban en la cara. Mi reflexión fue pensar que era importante tener los retrovisores, pues es importante ver qué tienes detrás y el camino que atrás dejas. Pero fue más allá de mis divagaciones cuando presté atención al detalle del tamaño de tales espejos. En comparación con el cristal delantero la diferencia es obvia. Así que pensé que eso era así y no de otro modo porque es más importante el camino que tenemos delante, de ahí la magnitud del cristal, que el que precisamente dejamos atrás. Así que me senté en el capo y comencé a escribir estas líneas sabiendo que mi punto de fuga no está en paralelo con lo demás. Sé que en algún momento esos puntos terminaran por converger.
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