Llevaba más de seis horas al volante y debía repostar. Estaba ciertamente cansado, pues la estepa solitaria del camino junto con la copada oscuridad de la noche poco a poco me sucumbía en el mundo de Morfeo. Estacioné mi coche en una gasolinera amplia, fría y silente. Era una gasolinera que se alejaba inusitadamente de la ascética demacración que me atrae. Pero la gasolinera siguiente estaba demasiado alejada. Abrí el depósito e introduje la manguera de gasolina para llenar el tanque. Entre a pagar y comprar alguna soda con excitantes para que me mantuvieran despierto. Justo al entrar la muchedumbre del interior quedo en silencio. Con un esfuerzo desesperado por intentar causar buena impresión, aunque poco me importaba, hice un ademán de cortesía hacia todos con una ligera inclinación de cabeza. Pude reconocer el tema de Van Halen, running with the devil, que sonaba en ese momento en la gramola. Algo que me impresionó sobradamente. Espere a que terminara la canción mientras veía como el vinilo daba vueltas. Es una canción que me evoca a los recuerdos de mi infancia más exótica y solitaria. Pero ya estaba en plena juventud y mi importancia ahora era el camino. Ese camino hacia ninguna parte, hacia el suntuoso filo de realidad que me alejara de la infectada sociedad y me permitiera encontrarme a mí mismo. Con esa continuidad de espacio y tiempo que albergara en mí la naturaleza más primitiva y el sentimiento más existencial que el que se dirige a espacios abiertos y alejados de la mayoría de los ojos de la humanidad. Era el momento de abrocharme el cinturón y continuar el camino, mi camino...
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