Contaba una leyenda tribal una historia sobre un gran oso. Nadie del pueblo había conseguido verlo y mucho menos conocerlo, pero todos hablaban de él. Se decía que tenía unas garras que desgarraban la piel de las rocas y las cortezas de los ríos. Con unos dientes y una mandíbula tan grandes y fuertes que podían partir en dos cualquier tronco centenario de los que rodeaban el poblado. Muchos cazadores intentaron darle caza, pero fue una tarea diabólica en boca de aquellos cazadores que no lo cazaron. Pues siempre se reunían en la taberna y contaban lo escabroso que había sido escapar, lo cerca que habían estado de ser un cazador cazado y de la muerte. Del miedo que sintieron. Aunque todos afirman que no lo vieron, que sólo escucharon el inmenso rugido que les avisaba de que el gran oso se había percatado de su presencia y tal vez de sus propósitos. Pues siempre ha sido un oso que no se ha dejado capturar y mucho menos ha cometido actos para que la gente del pueblo quiera matarlo y empalarlo en mitad de la plaza. Donde todos en una orgía báquica coman y beban hasta buscar otra presa. Curiosamente fue la seguridad y valor de una niña, la más inquieta, despierta y singular del pueblo, la que partió un día sin avisar adentrándose en el bosque. Tras el desconcierto y alboroto en el pueblo, una partida de hombres y mujeres salieron armados en su busca. Un cazador condujo al grupo a la entrada de una cueva. Y lo primero que escucharon fue la risa que emanaba desde del interior de la cueva. Todos se apresuraron y vieron a la niña junto al oso, de pronto se alzaron armas y sonaron mil disparos. El oso estaba agujereado y la sonrisa de la niña, desapareció para siempre.
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